En el Imperio Romano la figura del perro tuvo diversas funciones. Marco
Terencio Varrón, en su libro Rerum rusticarum, clasificó en tres
categorías las razas de perro, según su
utilidad: para la casa (villatici), para el pastoreo (pastorales), para
la caza (venatici), de pelea (canis pugnacis), de rastro (sagaces)
y de carrera (celeres).
Como mascota, sólo se lo podían permitir las
clases adineradas. El poeta Marcial nos ha dejado la descripción de una perra,
llamada Issa, que tenía su amigo Publio: “Issa es más pura que un beso de
paloma, más cariñosa que todas las muchachas, más preciosa que las perlas de la India”. Emperadores
extravagantes como Domiciano o Caracalla llegaron a tener un león como mascota,
en vez de un perro.
En los anfiteatros combatían con poderosos osos,
estimulados por la gente, que disfrutaba del derramamiento de sangre.
Durante la conquista de las Galias, Julio César empleó el canis pugnacis,
dotado de fuertes músculos y afilados dientes. Otros perros fueron utilizados
para enviar mensajes introducidos en un tubo de cobre, que el animal se
tragaba; lamentablemente había que matarlos para recuperar el mensaje.
El ejército prefería llevar consigo muchos gatos,
por ser considerado un animal victorioso, que era utilizado para eliminar
plagas de ratas.
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